sábado, 29 de septiembre de 2012

El agua marrón

Hay gente a la que le relaja la lluvia. Supongo que será una sensación parecida a la de escuchar las olas, tirada en una toalla, al sol, con los ojos cerrados. O parecida al rumor de agua del spa, mientras te hacen un masaje estimulante acompañado del olor a canela. Digo "supongo", porque para mí es completamente imposible asociar la lluvia con tranquilidad, paz o relajación.
Es oír llover (con fuerza, no cuatro gotas) y me pongo en un estado de alerta tal como si sonara la alarma de un bombardeo. No puedo evitarlo: Odio la lluvia. Sé que es bueno que llueva, para las cosechas, el medio ambiente y todas esas cosas. Pero lo mío es un odio visceral -como casi todos los odios-, y por mucho que me cuentes lo positivo que es, seguiré sintiendo lo mismo al oír llover.
Creo que fue a finales de los 80, aunque no estoy segura. Por alguna razón, siempre que hemos hablado en casa de aquello, recordamos las vivencias de cada uno con todo lujo de detalles, pero nunca llegamos a comentar ni yo pregunté la fecha exacta en la que ocurrió (es lo menos importante). Tampoco he buscado después información. Todo lo que conservo en mi cabeza son las evocaciones de una niña de ¿5? años.

La atronadora tormenta me despertó en mitad de la noche. Recuerdo la impresión al bajar de la cama: había agua; un agua congelada que me llegaba a los tobillos. Ropa flotando por la habitación, gritos, voces nerviosas en el cuarto de estar, casi todos se han ido, está X, el de la esquina, vamos para allá, nos recogen allí, mi hermana pequeña llora. Faltan brazos para llevar a tanto niño.
De la mano de mi padre, el agua casi me alcanzaba la cintura. Un agua sucia, marrón. Ironías del destino, el barrio de los Ríos se convirtió en un auténtico caudal.
Después de la travesía por la calle río Júcar agarrada a mi padre, mi memoria da un salto al momento en que los bomberos pusieron lo que para mí fue y siempre será un tobogán, que nos deslizaba desde la terraza del vecino al interior del coche.

Mi padre siempre nos ha contado cómo se volcaron sus compañeros de instituto con nosotros, cómo dedicaron tardes enteras a reparar en lo posible los daños de aquella inundación. Mi madre nos recordaba cómo, viviendo en casa de mi abuela mientras restauraban la casa, cada vez que llovía fuerte mis hermanos decían "¡Que viene el agua marrón!"
Esta semana ha habido inundaciones mortales en la Región y en otras provincias. Cuando veo las imágenes vuelvo a sentir ese desasosiego (más que miedo) que me recorre el cuerpo al oír una tormenta. Y pienso que el agua de las inundaciones siempre es del mismo color; el agua marrón.







jueves, 20 de septiembre de 2012

Pobres alumnos

He escrito muchas entradas en el blog sobre los recortes. Como una de los tantos damnificados, la mayoría las enfoqué desde la perspectiva de una interina, una trabajadora, que después de cinco años y medio en una empresa, es despedida sin ninguna indemnización; sabiendo además que falta personal en dicha empresa y es la crónica de una muerte anunciada, mientras los jefes se van de parranda con el dinero del entierro (dinero procedente de los impuestos de todos).
Muchas veces he hablado de esta orgía desde una visión general, argumentando el desastre que se avecinaba sin poner ejemplos concretos. Pero resulta que el desastre ya está aquí: ha empezado el curso y, con él, la antología del disparate.
Desde las filas del paro, escucho cómo un compañero intenta dar clase en un grupo de Bachillerato de 54 alumnos, en el salón de actos del centro (en un aula es imposible, por supuesto); cómo no hay dinero ni para hacer fotocopias a los alumnos; cómo hay alumnos de primaria que llevan dos semanas -y lo que les queda- sin su tutor; cómo en todos o casi todos los colegios e institutos hay profesores impartiendo materias que no les corresponden. Profesores de Tecnología dando Lengua, de Música dando Historia, de Biología dando Inglés, y así un largo etcétera.
¿Surrealista? Pues lo mejor de todo es cómo se siguen riendo en nuestra cara, afirmando que el curso ha comenzado con absoluta normalidad
Es como si te doliera el estómago y te mandaran al psiquiatra. O te tuvieras que operar del corazón y te operara el traumatólogo (total, todos son médicos...)
Pero claro, no se puede comparar. ¿Qué importancia tiene que a un crío le enseñe Inglés una persona sin los conocimientos mínimos del idioma? ¿Qué más da que mi hijo lleve dos semanas en modo guardería por falta de profesorado? Por lo menos, en clases de 40 personas se socializan mejor, como diría aquel. Y en invierno, cuando no haya calefacción, lo agradecerán.
Si es que, en el fondo, lo hacen por su bien. Animalicos...